Y al trigésimo día de caminata llegó
Pipipipi. Suena el móvil a las 7 de la mañana por penúltima vez. Me levanto con parsimonia, recojo el saco y todas mis pertenecias y salgo del albergue de Pedrouzo (A Coruña). Todo el mundo había salido hacia Santiago hacia las 5 y media, por lo que estoy solo. Desayuno plácidamente en una cafetería y empiezo a andar al ritmo de las grandes ocasiones. Son las 8:13 horas.
Voy pillando a gente por el camino a las que saludo amablemente. "Buenos días, buen Camino", ante lo que un hombre de unos 50 años comenta a su compañero: "Este corre así y nos va a quitar la cama". No puedo reprimirme y me doy la vuelta. Le planteo mi situación; he caminado casi 800 kilómetros por el Camino del Norte para no preocuparme por camas, me he juntado con el Camino Francés y he seguido con mi estrategia de horarios sin jugar al "Juego de la fila de mochilas" y durmiendo en el suelo, ... "Tranquilo, además yo hoy no duermo en el albergue", sentencié.
Esas cosas son las que están haciendo que "muera" el Camino Francés. La gente no camina para disfrutar, no madruga para "quitarse el sol" como dicen, no es capaz de pararse 20 minutos en lugares maravillosos a comer quesitos o atún, no ve al peregrino como a un compañero sino como una cama con patas, ... Una pena.
Sigo con mi relato. Paso el aeropuerto y llego al monte en el que menos se goza pese a su nombre; el Monte do Gozo. Sus urbanizaciones, sus bares y la no visión de la catedral hacen de él un lugar en el que no paré. Si al menos tuviese una buena panorámica... pero no la tiene.
Ya sólo quedan 4400 metros y el corazón acelera. El cartel que señala la entrada en Santiago marca la última muga. Paro en un cajero de Caixa Galicia a cargar el móvil; quiero gritar al mundo que lo he conseguido.
Por último me interno en la parte antigua de la ciudad, cuántos recuerdos. El colegio de Jesuitas, en esa fuente ocurrió tal cosa, ahí tal otra y los pasos llegan inexorablemente a la Praza do Obradoiro cuando las campanas llaman a misa de 12. Hay cientos de turistas y huyo de ellos. Entran a misa sólo a ver el botafumeiro que es como ir al fútbol a ver el saque de honor. Me refugio en una columna del Palacio Rajoy, sede de la Xunta enfrente de la Catedral, tiro la mochila, mi casa, al suelo y me tumbo a deleitarme con la fachada barroca.
En "La pelota vasca", Bermardo Atxaga pronostica que algún día caminaríamos a unos centímetros del suelo. Eso me ocurre a mi. Me siento insignificante ante la Catedral pero grande por dentro. Me siento levitar ligeramente de alegría sin sacar fotos ni gritar de un lado a otro de la Plaza. Estoy solo, tumbado y en silencio. Pero la sensación de paz y de objetivo cumplido es tal que parece que mi cuerpo se eleva.
Cuando esta sensación de "nirvana" desaparece siento un deseo irrefrenable de gritar pero sé que no voy a hacerlo. El misticismo que tanto me gusta se esfumaría, razón por la cual grito por SMS al mundo que la capital gallega me ha abierto sus brazos.
Aquí acaban las mejores 4 horas que he pasado últimamente. Después vendrían las birritas, el gimnasio de Jesuitas, ...
P.D.: El botafumeiro es un gran inciensario ideado para mitigar el olor que producimos los peregrinos que aunque caminemos en el siglo XXI y nos duchemos todos los días seguimos sudando y oliendo mal tras varias horas de dar pasos. Por desgracia la Catedral ya no suele oler mal ya que las cámaras de vídeo digitales y los grupos de turistas han sustituido a las mochilas de los peregrinos que prefieren (preferimos) relajarnos en la calle antes que andar a empujones.
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